miércoles, 8 de febrero de 2012

Enone

Después de una ausencia larga, hoy, inspirada por el relato de Bea Magaña en De dragones y unicornios , me he puesto a dar forma a una idea que ya llevaba un  tiempo rondándome la cabeza.
Supongo que muchos o casi todos los que pasáis por este rincón, sabéis que mi nombre de guerra es Enone. La gente suele preguntarme por él y, dado que tiene una historia bonita, me gusta contarla...y así llegó esta idea. Pensé que podría ser una gran idea escribir un relato sobre Enone para darla a conocer en el mundo y aquí está el primer boceto, que supongo cambiará a lo largo del tiempo.
Antes de nada, para aquellos que sepan de mitología, en este relato me he tomado licencias como la de conceder a Enone una serie de dones que en realidad no tenía. Perdonadme, pero consideradlo un recurso literario sin mayor importancia.
Y , si después de leer esto os entra curiosidad, siempre podéis hojear las Heroidas de Ovidio, donde encontraréis una carta hermosa de Enone a Paris.
Muchas gracias por todo y disfrutad con la lectura.


© Tamara Díaz
(Reservados todos los derechos)

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Las nubes sobre su cabeza, el sol luchando por atravesarlas y los pájaros piando entre los árboles. Ese era su mundo. Ella había nacido libre, como todos los animales que habitaban el bosque, y nunca había querido nada más que la pacífica armonía de su verdoso hogar. El monte Ida, tan hermoso en el verano, tan amenazante en invierno, se erigía como vigilante de las tierras y proveedor de la vida de los hombres que la habitaban.
Ella los había visto antes, cuando se adentraban en los bosques para cazar o surtirse de árboles para construir aquellas monstruosas construcciones que luego echaban al mar o al río. Eran personajes extraños y ella siempre se escondía de ellos; no porque los temiese, sino porque desconfiaba de sus rostros curtidos por el sol y de sus manos rudas por el trabajo. Les gustaba matar, le habían dicho algunas de las ninfas entre risas susurradas y miradas de deseo. Ella odiaba matar, ¿por qué a alguien habría de gustarle dar muerte a sus semejantes? Era una locura.
- ¡Enone! Mi dulce Enone, dueña de mi corazón y de mis sueños, ¿dónde estás, dulce mía? - entonó una voz masculina que se acercaba entre los árboles.
- Los dioses te han hecho sumamente escandaloso, pastor. - respondió ella al ver al joven de cabellos rubios que se aproximaba con una radiante sonrisa. - Dime, ¿qué querías de mí para buscarme con tanto ahínco en estos parajes?
- Mi bella Enone, hoy he vivido una experiencia única. - el joven sonreía mientras se dejaba caer sobre un lecho de hierba donde la joven estaba sentada. - Hoy he conocido a los dioses, mi bellísima ninfa.
- Pero...¿qué insensateces dices, Paris? -la joven abrió sus hermosos ojos verdes al tiempo que su rostro, de una blancura deslumbrante, perdía su color natural.
- Amor mío, no te preocupes. - la tranquilizó él mientras pasaba sobre los fríos hombros de la muchacha uno de sus brazos dorados por el sol. - Me ha convocado el mismísimo Zeus para que le ayudase en una pequeña disputa...
- Estás completamente loco. - susurró ella escondiendo el rostro entre sus manos. - ¿Qué has hecho, Paris?
- Verás, sólo he tenido que dar mi opinión sobre quién es la diosa más hermosa del Olimpo. - el joven sonrió al recordar las tres bellezas a las que había tenido que juzgar, aunque el cuerpo tembloroso de la ninfa le hizo apresurarse. - Hera, Atenea y Afrodita deseaban saber quién era la más hermosa; y yo escogí.
- ¡Por los dioses! - sollozó ella volviendo a mirar el rostro aniñado de su amado. - Paris, esa elección era un suicidio. - la muchacha le miraba con los ojos inundados por las lágrimas. - Fuese cual fuese tu elección, saldrías perdiendo, ¿acaso no lo ves?
- Enone, no seas melodramática. - suspiró él atrayéndola y abrazándola con cariño. - Fue un simple concurso de belleza...
- ¿A quién escogiste, Paris? - su voz era tensa y el joven sintió un escalofrío al notar la orden que aquella pregunta encerraba.
- Afrodita resultó ser la más hermosa. - susurró el muchacho llevándose un mano al pelo para apartar los rizos que caían sobre su frente y se pegaban a la piel con el sudor.
- ¿Qué te ofreció a cambio? - preguntó la joven, apartándose del abrazo protector para poder mirarlo a los ojos.
- A la mujer más hermosa del mundo. - respondió él, orgulloso, con una sonrisa juguetona en sus labios carnosos. - Pero eso ya me lo había concedido antes, ¿no crees?
- Paris, nos has condenado, amor mío. - musitó ella mientras las lágrimas se escapaban de sus ojos verdosos y corrían desbocadas por sus mejillas lechosas.
El joven miró con horror cómo la muchacha se levantaba y abandonaba su asiento junto a él. Sabía qué iba a ocurrir cuando vio los ojos de Enone brillar en la penumbra del bosque, pero aun así se sorprendió cuando la ninfa desapareció ante sus ojos, dejando únicamente una lágrima que cayo delicadamente sobre la mejilla del muchacho.

¿Cuánto tiempo habría pasado desde entonces? Enone no lo recordaba. Su pastor, su muchacho alegre y jovial, amante de los bosques y las montañas, había sido convocado por los reyes de la gran ciudad. Troya, le habían dicho sus hermanas. Paris no volvió a visitar a su Enone. Los recuerdos de su amor permanecían como sombras en los parajes que recorrieron juntos y en la casa donde habitaron; el olor del joven muchacho seguía impregnando las hojas que les sirvieron un día de lecho matrimonial y que, ahora, yacían desordenadas en el suelo terroso. No quedaban más que fantasmas de una felicidad que los dioses habían empañado.
Enone vagaba por los bosques y los valles, esperando que un día pudiese volver a ver a Paris. Fue entonces cuando tomó la afición de espiar a los humanos que habitaban los valles, y conoció la gran ciudad de Troya, donde mucha gente entraba y poca salía...como su Paris. Las murallas blancas de la ciudad le resultaron hermosas, aunque intimidatorias, y ella, salvaje como era, se preguntaba por qué alguien querría vivir encerrado tras esas gigantescas montañas de piedra cuando tenían tan cerca la amorosa protección de los bosques donde ella habitaba.
Así, observando y esperando a su amado, Enone aprendió lo que sus hermanas ya habían aprendido antes. Conoció el oro, las joyas, los barcos...Sonrió viendo a los hombres domar sus caballos y a los niños jugando con sus espadas de madera. Aprendió a apreciar la vida de los humanos y eso la llevó a convertirse en la sanadora de aquellas gentes: si alguien estaba demasiado enfermo, acudían a la bella Enone con una ofrenda de miel y leche.
Un día de verano, cuando el sol aún no había bañado con sus rayos los fértiles campos y los hombres todavía se encontraban guarecidos en sus hogares, Enone, siempre vigilante, vio salir de las grandes murallas una comitiva. Jóvenes gallardos y hermosos como su Paris, montados sobre hermosos caballos de distintos colores, avanzaban por el camino que llevaba a la costa. La ninfa corrió entre los árboles, saltó brechas y escaló las rocas que se interponían; con el cuerpo plagado de heridas y el pelo castaño alborotado por el aire, Enone llegó a uno de los precipicios que daban al mar. Allí, sobre el agua oscura, descansaba una de las grandes naves que aquellos humanos se afanaban tanto en construir. Enone sintió cómo la sangre se le helaba en las venas al ver a su Paris abriendo la marcha, ya no vestido como el humilde pastor que ella había amado y conocido, sino engalanado con prendas dignas de un rey o de un dios " De un dios", pensó ella y notó una lágrima deslizarse sobre su mejilla.
Gritó su nombre con la esperanza de que él la oyese. Por un momento el corazón de la muchacha se paró al ver cómo Paris volvía su rostro hacia ella, pero pronto sus ilusiones fueron aplastadas al ver a su amado sonriendo a una jovencita que descansaba sobre la fina arena de la playa. Enone sintió su corazón romperse en mil pedazos al ver que Paris parecía haberla olvidado, ni siquiera se había molestado en buscarla a ella, que le había amado siendo un pastor sin nombre y que le había esperado durante años. Un grito desesperado rasgó su garganta y atravesó el aire, llegando a oídos de los marinos que, con el  rostro surcado por las arrugas de quien pasa demasiado tiempo a la intemperie, avisaron a los príncipes de que aquello era un mal augurio y que debían retrasar el viaje; pero Paris y su séquito se negaron a retrasar el ansiado viaje.
Enone, destrozada, observó cómo el barco desaparecía en el horizonte. El sol se puso y la noche la arropó mientras ella lloraba y, en señal de luto, se agarraba el pelo y se arañaba el pecho. Lloraba porque había perdido a Paris, y lloraba porque él iba a traer la desgracia a todos aquellos hombres.
Nunca más volvió a mezclarse con los humanos, rehusaba sus ofrendas y se refugiaba, como un animal herido, en la choza que había compartido con Paris cuando él la amaba.
Pasaron los días, los meses y los años, aunque ella no notaba el paso del tiempo, tan sumida como estaba en su desgracia. Sin embargo, una mañana, desde su guarida, la muchacha escuchó a sus hermanas hablar de una hermosísima joven traída desde las lejanas tierras de la Hélade por el joven príncipe Paris. Enone, al oír el nombre de su amado, corrió a reunirse con sus jóvenes hermanas que, al verla, la miraron con sorpresa.
-    ¿Al fin has decidido salir, Enone? – preguntó Ea, una joven ninfa de grandes ojos azules y brillante pelo negro.
-    Querida, pensamos que ibas a dejarte morir en esa sucia choza…
-    ¿Paris ha regresado? – preguntó Enone con los ojos fijos en los rostros de las ninfas.
-    ¡Oh, querida! – contestó otra de ellas, acercándose y abrazándola con cariño. – Enamorarse de un humano sólo trae desgracias. Son seres efímeros, no como nosotras; ellos envejecen y mueren…
-    ¿Ha regresado? – insistió ella, deshaciéndose del abrazo de su hermana. – Por favor, Enia, tú sabes cómo me siento, tú también te has sentido así…
-    Sí, ha regresado. – respondió Enia con los ojos nublados por las lágrimas. – Pero, Enone, debes olvidarte de él.
-    ¿Por qué habría de hacerlo? – su voz sonaba más aguda de lo normal y su corazón palpitaba con fuerza como si quisiese escapar para reunirse con su otra mitad. – Quizás él haya recordado…
-    Se ha casado con otra, Enone. – fue Enia la que cortó sus esperanzas y puso fin a sus sueños, tenía que ser ella porque era la única que había vivido lo mismo y sabía que, de no hacerlo así, Enone se consumiría sin remedio. – Trajo a una mujer muy hermosa, dicen que hija del mismísimo Zeus.
-    ¡Malditos sean los dioses! – sollozó ella llevándose las manos a la cara para ocultar sus lágrimas. – Ellos, ellos son los causantes de mi desgracia y de la de Troya. – sus ojos brillaron antes de que la joven se desvaneciese ante el asombro de sus hermanas.

La ciudad de Troya estaba de enhorabuena. Su joven príncipe había vuelto de sus viajes con una hermosa mujer con la que iba a contraer matrimonio según los sagrados ritos de la ciudad y los antepasados. Las calles se habían adornado con telas de llamativos colores y olorosas flores traídas desde los bosques cercanos; la plaza del mercado albergaba a cientos de campesinos que habían acudido a la ciudad para ver la boda del príncipe y de la extraña forastera de cabellos dorados como el sol y ojos del color del agua clara de los estanques.
Enone caminaba con gesto serio por entre la multitud, sin hacer caso a las miradas sorprendidas de los hombres al ver su cuerpo medio desnudo. Caminaba con la seguridad de quien conoce el camino, a pesar de que jamás había pisado las calles arenosas de la ciudad, y con la mirada fija en lo que iba a hacer. Entrar al palacio no resultó complicado para ella y pronto se detuvo ante la puerta cerrada del que había sido su amante y marido; un simple toque de su mano hizo que las pesadas puertas se abriesen y dejasen descubiertos a los dos amantes.
-    Enone…
-    Tú, Paris, tú me traicionaste igual que has traicionado a los tuyos. – la voz de Enone era fría y dura, sus ojos estaban fijos en el rostro de Paris. – Me prometiste un amor eterno y no lo cumpliste, pastor. Ahora yo, Enone, te libero de nuestra promesa de amor para que puedas entregar tus falsas palabras a la que más gustes. – su mirada se desvió para clavarla en el rostro de impecable belleza de la mujer que estaba junto a Paris. – Tú, muchacha, más te valdría arrojarte ante una manada de leonas hambrientas antes que entregarle tu corazón a este hombre sin honor.
-    ¡Por los dioses! Estás asustándola, Enone. – protestó Paris, intentando salir del lecho sin que resultase demasiado vergonzoso para ambos.
-    Y tú, joven, ya te dije en su día que intervenir en los asuntos divinos sólo te acarrearía problemas y desgracias. – informó ella con una sonrisa maliciosa en sus labios rojizos. – Has robado a un hombre algo que era suyo, Paris, y por esa pasión enloquecida el valle de Troya se regará con la sangre de sus habitantes y la ciudad arderá bajo la fuego enemigo. – al ver el rostro del joven empalidecer, la muchacha sonrió con satisfacción. – Entonces, queridísimo mío, te acordarás de tu Enone y sus cuidados, herido de muerte, escúchame bien, acudirás al que fue nuestro hogar, pero allí no encontrarás más que el frío fantasma de lo que un día fue nuestro amor.
-    No seas melodramática, Enone. – protestó el muchacho clavando en ella sus ojos azules. – Sé que estás molesta, pero esto es lo que los dioses han designado para mí. – continuó señalando a la muchacha que, con la confusión pintada en el rostro, observaba el extraño encuentro. – Helena es la mujer que Afrodita me prometió y…
-    Sigues siendo un pastor ingenuo, Paris, por mucho que te vistas como un príncipe. – suspiró ella y, con un gesto de la mano, se desvaneció dejando a los dos amantes en un silencio incómodo.

Los griegos, amigos del esposo de Helena, la mujer a la que Paris había tomado como esposa, llegaron a los pocos años. Cientos de barcos gigantescos se afilaron en la costa troyana y miles de hombres, armados y preparados para la lucha, desembarcaron y se instalaron en las tiernas arenas.
La muerte pronto se extendió por el próspero reino de Príamo y, tal y como Enone había predicho, la sangre regó los fértiles campos. La ninfa lo observaba todo escondida entre los bosques o tras las piedras. Lloró con cada muerte y rezó para que las divinidades infernales les acogiesen con cariño, mientras la ciudad caída presa de los engaños y la guerra.
Troya luchó con fiereza, resistió los embates enemigos y demostró ser una ciudad inexpugnable; pero los griegos eran pacientes e incesantes en sus ataques, así como inteligentes, y la ciudad terminó abriéndose para ellos.
Una noche, mientras el humo de la ciudad subía hasta el cielo dibujando lúgubres dibujos, Enone vio la sombra de un hombre herido caminar hacia el bosque. Sabía quién era y lo que quería. Su corazón aún sangraba al recordar la traición de Paris y su alma anhelaba la venganza contra el joven, así que, cuando el muchacho cayó desvanecido sobre la arena, ella le recogió y le condujo hasta la choza que habían compartido. Humedeció sus labios con agua fresca y esperó a que despertara, sudoroso y tembloroso por la fiebre.
-    Enone, mi querida y amada Enone. – susurró él con una débil sonrisa dibujada en sus labios resquebrajados. – Tenías razón en todo, cariño, debí hacerte caso cuando aún podía…
-    Te mueres, Paris. – musitó ella intentando que el aspecto frágil del joven no le influyera.
-    Pero tú puedes salvarme, ¿verdad, Enone? – sus ojos azules, oscurecidos ya por la cercanía de la muerte, se clavaron en los de ella en una muda súplica. – Lo siento mucho, Enone, siento de veras todo lo que te hice sufrir…
-    Ya no hay tiempo para disculpas, querido. – contestó ella, poniéndole uno de sus dedos sobre los labios para indicarle que guardase silencio. – Yo te perdono, Paris, y te deseo una vida próspera en el otro lado.
-    Pero…¡debes salvarme! – suplicó él intentando levantarse.
-    No puedo hacer nada por ti. – explicó ella  con una sonrisa triste en el rostro. – Quería verte muerto, no lo niego, Paris, pero ahora me doy cuenta de que he sido una estúpida. Yo te perdono por todo lo que me has hecho, querido mío.
El rostro de Paris se relajó al oír esas palabras y sus ojos perdieron todo su brillo mientras el joven emitía su último suspiro. Enone, una vez estuvo segura de que el muchacho había muerto, dejó que las lágrimas que había estado conteniendo salieran de sus ojos y, con sorpresa, se dio cuenta de que había agarrado la mano del joven en sus últimos momentos. Tomo la mano inerte y se la llevó a los labios para darle un triste beso de despedida.

4 comentarios:

  1. Me ha gustado la historia!! No la conocía!! Gracias por compartirla con nosotros, ahora cada vez que vea tu nombre de guerra reordaré de dónde viene!!! Un beso!!!

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  2. Me alegra que te haya gustado, Pat :D Un beso enorme!

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  3. Ya sabes que no me gustan las historias con final triste, Enone, pero me ha encantado cómo nos la has contado; además de que he aprendido algo más de mitología. ¿Y dices que mi última entrada te ha inspirado un relato tan hermoso? *--* (qué curioso, porque yo hablaba de ninfas hace una semana, esta semana le toca el turno a los demonios 8).... pero si hace falta escribir sobre demonios para que vuelvas a deleitarnos con uno de tus relatos más inspirados, cuenta conmigo, hay capítulos para varias semanas)
    No nos tengas tanto tiempo sin saber de ti, espíritu afín, que yo y Thèramon te necesitamos.
    Muchos besos, mi niña!!

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  4. Bea! Pues sí, fue empezar a leer tu relato y venirme a la cabeza la idea para este...fíjate tú que cosas xD Me alegro de que te haya gustado a pesar del final triste...ya sabes que yo soy de finales tristes, que los finales felices me saben a poco xD
    Intentaré no ausentarme mucho, pero es que mi inspiración sólo viene cuando estoy en plan tristón, por lo visto tengo una vena masoquista muy desarrollada, y encima estoy ocupada con los temarios...menuda vida que llevo.
    En fin, que me encanta que te haya gustado y me alegro de verte por aquí :D

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