Amelia. Ese era su nombre, aunque desde pequeña todos
aquellos que la conocían la llamaban Lia. Su madre decía que todo había sido
por culpa de su hermano mayor, Mike, que con sus tres años y su lengua de trapo
“Lia” era lo único que conseguía pronunciar con claridad. Lia nunca se había
quejado. Le gustaba ese nombre.
—¿Señorita Deeps?
La voz llegó hasta ella distorsionada, como si la hablasen a
través de una cortina de agua. Quiso abrir los ojos, pero los notaba demasiado
pesados. Abrió la boca para hacer saber a aquella misteriosa persona de la voz
distante que la había escuchado, pero sólo fue capaz de emitir un gruñido. Algo
en su interior se agitó, pero todo parecía estar muy lejos, incluso aquel miedo
que había empezado a acechar.
La voz no insistió y Lia pudo escuchar el sonido de unos
tacones alejándose mientras otros sonidos empezaban a tomar fuerza. Escuchó
voces en la distancia, un pitido rítmico no muy lejos de ella, el sonido de
numerosas respiraciones… Lia se estremeció y, por fin, fue capaz de abrir los
ojos. Un resplandor blanco la hirió y tuvo que cerrar de nuevo sus sensibles
ojos mientras se preguntaba cómo había sido capaz de dormir con aquella maldita
luz. Giró la cabeza y repitió el gesto. En esta ocasión sus ojos resistieron a
la perfección la claridad y alzó un brazo para frotarse los ojos tal y como hacía
todas las mañanas. Sintió un pinchazo en la muñeca y, al mirar, se dio cuenta
de que tenía allí una via. De repente, su cerebro comenzó a recordarlo todo y
sintió las lágrimas en los ojos. Intentó concentrarse en el sonido de la
máquina que medía sus constantes y consiguió que su corazón, alterado por los
recuerdos, se tranquilizase al mismo tiempo que una enfermera aparecía a los
pies de la cama.
—¡Ah! Veo que ya está usted despierta.
Lia asintió suavemente, ya que no estaba segura de ser capaz
de controlar el llanto si abría la boca. La enfermera consideró ese gesto
suficiente y sonrió mientras observaba la máquina.
—No se preocupe. Es normal alterarse un poco al despertar de
la anestesia—dijo—. ¿Qué tal se encuentra? ¿Algún dolor?—La joven negó con la
cabeza—. Bien. Voy a dejar que termine de despertarse, ¿vale? En un rato
podremos sacarla de la UCI y podrá recibir una visita.
El corazón de la muchacha volvió a acelerarse al escuchar la
palabra UCI. No hacía mucho que había estado en aquella misma habitación,
aunque entonces no era ella la que yacía en una cama como aquella, sino su
padre. Las primeras lágrimas se escaparon de sus ojos al recordar aquel
momento. Su padre, enfermo de cáncer, había tenido que ser operado de urgencia
y, tras horas esperando, su madre y ella por fin habían podido pasar a verle en
la UCI. Tras unas horas eternas, su padre fue trasladado a la UVI con un diagnóstico
muy grave. Desde entonces, Lia pensaba que la UCI significaba que las cosas no
iban bien. ¿Por qué estaba ella allí? ¿No se suponía que su intervención sería
rutinaria? Había pensado que, tras intervenirla, la llevarían de nuevo al BOX
en el que había pasado las cinco horas anteriores a la intervención y allí se
despertaría de la anestesia viendo el rostro de su marido, no el rostro de una
enfermera desconocida. Miró a su alrededor y vio otras camas ocupadas. Nadie
parecía grave. «Seguramente haya dos UCI. Una para los enfermos más graves y
otra para los leves». Algo más tranquila, comenzó a observar todo lo que había
a su alrededor con cierta curiosidad.
—Amelia, el celador ya está avisado, así que en un ratito te
llevaremos a la otra sala para que bebas un poco de agua y pueda entrar tu
acompañante.
—Gracias.
La enfermera sonrió y se marchó de nuevo para atender a
otros pacientes. Lia se acomodó y
comenzó a mirar por la ventana, pero las vistas, el patio interior del centro,
no eran lo suficientemente atractivas y muy pronto dejaron de ser el foco de su
atención. Entonces, intentó incorporarse y sintió algo caliente entre sus
piernas. Con miedo, levantó la sábana a tiempo para ver sus muslos cubiertos de
sangre. La joven sintió cómo su corazón se volvía a acelerar provocando que la
máquina pitase y que la enfermera acudiese a su encuentro.
—¿Sucede algo?
—Estoy sangrando—respondió con los ojos velados por las
lágrimas.
—Sí, es totalmente normal después de este tipo de intervenciones.
No te preocupes.
Y se marchó. Se marchó dejando a Lia allí sola, con el
cuerpo cubierto de sangre, un recordatorio de que lo sucedido no había sido un
mal sueño. Y en esta ocasión no fue capaz de contener el llanto. Lloró en
silencio por aquella vida perdida. Lloró por las ilusiones y los sueños rotos.
Lloró por el dolor que sentía en su pecho. Lloró por sentirse absurdamente culpable. Lloró porque supo que nadie comprendería su dolor.
Y así, mientras un celador silencioso la trasladaba a otra sala, Lia supo que algo se había roto en su interior y que, aunque consiguiese sanar, siempre quedaría una dolorosa cicatriz en su alma.