lunes, 21 de enero de 2013

Inspiración de una dragona

Sólo puedo decir que no sé exactamente cómo saldrá esto, simplemente me he dejado llevar y aquí tenéis el resultado.
Espíritu afín, dragona, este relato es para ti. Gracias por inspirarme.

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©Tamara Díaz Calvete

No recordaba cuánto tiempo había pasado sumida en aquel letargo. Notaba la boca seca y los músculos entumecidos por la falta de movilidad, incluso sus ojos se abrían con dificultad a la reencontrada luz. Tampoco sabía qué había pasado exactamente. Respiró profundamente, como si el frescor del aire fuese a calmar el dolor de su cuerpo y de su alma. Olía a mar y a bosque, a tierra húmeda y flores. Se dejó llevar por esos aromas que eran como viejos amigos que regresaran después de un largo viaje. Aspiró, se deleitó y suspiró antes de decidir que era el momento de abrir los ojos.
La luz la cegó por unos instantes y ella volvió el rostro sintiendo en la nariz el cosquilleo de las briznas de hierba sobre las que descansaba. Volvió a intentarlo y esta vez el brillo del sol llegó hasta sus ojos como un bálsamo. Poco a poco su visión se fue acostumbrando de nuevo a la claridad del día y pudo ver el verdor de la hierba y el azul recortado del cielo.
A lo lejos escuchó el trinar de los pájaros y el tenue murmullo de las hojas mecidas por la brisa, sonidos que parecían darle la bienvenida. No tardó en sonreír e incorporarse sobre la improvisada cama que la Naturaleza había construido para ella. Observó el blanco puro de su piel, sintió la suavidad del vestido verde y la caricia gratificante del sol en su rostro. Sintió a la brisa jugando con sus cabellos negros como la noche y la hierba acariciando anhelante la piel de sus piernas y pies. Sonrió y se sorprendió al escuchar su voz, tan cristalina y pura que podría haber competido con el murmullo del arroyo. Y volvió a reír divertida por los matices de esa cantarina voz que se extendía como la brisa. Escuchó a los pájaros y quiso hablar con ellos, tal y como había hecho antaño, y en lugar de dulces trinos, de su garganta surgió una maravillosa canción que hizo que se llevase las manos a la boca con sorpresa y volviese a reír entusiasmada por sus descubrimientos.
Quiso entonces levantarse y andar. Sus piernas apenas lograban sostenerla y cayó tres veces al suelo mullido antes de lograr dar un paso vacilante hacia los árboles cercanos. La brisa silbó con suavidad como recompensa a su logro y ella, sintiéndose segura y protegida, dio un paso tras otro sin dejar de observar el movimiento de sus pies y sin poder evitar sentir el roce de la hierba en su delicada piel.
Llegó entonces a una charca tranquila, de aguas profundas y verdosas en las que podían adivinarse las siluetas de las rocas que se escondían debajo. Ella se acercó y miró su reflejo, distorsionado por las ondas provocadas por la propia brisa. Dos grandes ojos tan verdes como el follaje de su querido bosque resaltaban en la tez blanca, el pelo negro brillaba con reflejos azules y caía como una cascada sobre sus hombros. La muchacha se llevó un dedo tembloroso a la cara, recorriendo con el la línea de las mejillas, los sonrosados labios y la esbelta curva del cuello. Sonrió con timidez a aquella imagen que reflejaba el agua y extendió una mano temerosa, intentando tocar también el reflejo y provocando que las ondas hiciesen desaparecer su rostro. La joven rió al ver su reflejo distorsionado por las ondas y rozó la superficie del agua con sus dedos, trazando círculos en torno al lugar en el que había estado su cara.
―¿Te gusta tu nuevo aspecto?―murmuró una voz grave, tan grave como el retumbar de la tormenta.
La muchacha alzó la vista sorprendida al no estar sola y buscó con curiosidad el lugar del que procedía la voz.
―¿Aún no has aprendido a usar tu voz?―insistió la voz invisible―. No te preocupes, te llevará un tiempo habituarte a este nuevo cuerpo.
La joven se levantó, insegura, y arrastró los pies lejos de la charca. Su rostro, sonriente, parecía competir con el mismísimo sol mientras caminaba en pos de la voz. Atravesó el bosque de espeso follaje, rió al sentir el leve aleteo de una mariposa en su piel y se estremeció al recibir el roce de la serpiente; y así llegó al final del bosque. Un abrupto y escarpado acantilado se abría a sus pies. Las rocas sudaban agua salada y el viento, enfurecido, aullaba y golpeaba las paredes de roca intentando abrirse paso. La joven abrió los ojos con sorpresa y no pudo evitar que un nudo se asentase en su estómago mientras admiraba la hermosa desolación del lugar. El mar se extendía ante sus ojos tranquilo, pero si bajaba la vista podía observar cómo batía con ira extrema las paredes del acantilado haciendo que la espuma saltase y salpicase las piedras cercanas, como si fuesen lágrimas.
―Tú pediste esto―suspiró la voz.
Una ráfaga de aire hizo que su cara fuese cubierta por su pelo y la joven luchó por escapar de la oscuridad impuesta mientras oía el estruendoso batir de las alas. Con el último mechón volvió su visión y la joven contempló ensimismada el espléndido ejemplar de dragón blanco que descansaba a pocos pasos de ella. Los ojos amarillos del animal estaban clavados en ella, el hocico se curvaba en lo que parecía ser una sonrisa y de las fosas nasales ascendía un hilo de humo grisáceo. 
―Ahora eres libre. Ya puedes hablar y sentir, ya no serás esclava de nadie―recitó la voz con seriedad―. No harás nada más que lo que tú quieras hacer. Eres libre, criatura.
Ella sonrió y, como una exhalación, se alejó del dragón y del acantilado rugiente, del frescor del bosque y de la fragancia de las flores. Corrió lejos, y lo hizo riendo y saltando, borracha de felicidad y libertad.
Nadie supo jamás qué había sido de aquella criatura ni dónde fue ni qué hizo, pero aún los bosques recuerdan en ocasiones su risa etérea y los pájaros intentan imitar el cándido sonido de su voz. De vez en cuando se ve el reflejo de su piel entre el verde de los bosques o el cristalino resplandor del agua, incluso algunos juran haber visto dos ojos verdes observándoles en la floresta divertidos.