martes, 23 de agosto de 2016

Amor y lágrimas

Es una auténtica pena que el tema que ha inspirado mi relato de hoy sea tan dolorosamente actual. Según las estadísticas proporcionadas por el Ministerio de Interior, a día 31 de julio de 2016 el número de víctimas de violencia de género en España ascendía 392.196, un porcentaje pequeño si se mira en relación con la población total de nuestro país (he hecho los cálculos y ese número de víctimas corresponderían al 0.84% de la población española), pero importante y alarmante al mismo tiempo. Sin embargo, más alarmante es saber que las Comunidades que lideran el ranking son Andalucía (91.988 víctimas), Madrid (68.570 víctimas) y la Comunidad Valenciana (56.825 víctimas). No he querido seguir investigando cuántas de esas víctimas habrán logrado superar la situación de violencia en la que se han visto inmersas, pero si me baso en los testimonios que he leído para documentarme acerca de esta situación, puedo decir que son pocas las víctimas que logran superar este trauma y muchas las que sucumben a él, ya sea quedándose en casa con su verdugo, ya sea pagando con su vida la ansiada libertad.

Siento tener que decir que mientras leía algunos artículos dedicados al tema en cuestión me he sentido totalmente horrorizada al ver los comentarios de algunos lectores. Por ejemplo, en este artículo del periódico 20 Minutos en donde una mujer habla sobre su experiencia te encuentras con ciertos personajes que dicen cosas como estas:
Que si chica si, me importa una soberana mierda tu vida de fantasía. Una de las elecciones más importantes en la vida de un hombre es elegir bien a la mujer. alejaros de las fantasiosas que venmaltratos y micromachismos por todos lados, son el tipo de mujeres que precisamente buscan eso y tratarán de violentaros y os arruinéis la vida. El mundo está lleno de mujeres sencillas, humildes, bonitas y con las cosas claras con las que se puede disfrutar de la vida en sus mejores formas, no os compliquéis con las feminazis ni las rayadas esas. Que se mueran solas de asco o se busquen un novio moro o africano que es lo suyo y lo que acaban haciendo muchas.
Es totalmente cierto que muchas mujeres tienen tendencia a enamorarse y colgarse sexualmente de malotes. Por alguna extraña razón les erotiza más que un buen chico. Y este caso es claro, ¿por que otra razón prefiere irse esta chica de 35 años con un viejales con mala leche, pudiendo salir con hombres de su edad o más jóvenes? Yo le aconsejo que esto le sirva para aprender a valorar las virtudes de los tiernos y buenos chicos de 28.

Y esos son sólo dos de los comentarios que he podido leer en algunos medios digitales y que me han hecho plantearme el hecho de que algo se debe estar haciendo mal cuando el hecho de que una mujer se sienta intimidada por la forma de ser de un hombre y su miedo llegue a ser tal que no sea capaz ni de denunciarle provoca reacciones negativas hacia la víctima en lugar de hacia el verdugo. ¿Qué es lo que pasa por la cabeza de una persona para menospreciar el miedo de otra? ¿Por qué nos negamos a entender que tenemos un problema, aunque este problema no implique al 100% de la población (y menos mal, oye)? ¿Por qué nos mostramos tan insensible ante el sufrimiento ajeno? Sinceramente, mientras me documentaba para escribir esta historia, he sentido en muchas ocasiones rabia al darme cuenta de que las personas afectadas por esta lacra no encuentran una solución rápida e indolora, sino que la solución al problema suele ser larga y, en ocasiones, termina muy mal. Y lo digo ahora por si acaso, me da igual el género de la víctima o del verdugo, porque la violencia es condenable en cualquiera de sus expresiones y resulta vergonzoso intentar aprovecharse de nimiedades para intentar restar importancia a una situación como esta.
Soy consciente, sin embargo, de que la cara más conocida de este drama que asola la sociedad mundial es la violencia contra la mujer y es por eso que mi relato refleja esa realidad, a pesar de ser consciente de que la otra situación existe también.

Ahora bien,antes de empezar a leerlo quiero que pensemos un poco en esta situación e intentemos entender que la violencia de género nos afecta a todos. Sí, nos afecta a todos porque el día de mañana podemos ser nosotros, o nuestras hijas, o nuestros hijos, o nuestros nietos... Nos afecta porque si lo ignoramos nunca va a acabarse y este comportamiento es indigno para un mundo del siglo XXI y para un país que se jacta de pertenecer al "primer mundo". Por favor, pensad en el mañana y pensad que solo nosotros podemos hacer que esto pare mediante la educación. No hay ninguna excusa para ejercer la violencia, ya sea física, verbal o psicológica contra ningún ser humano, pero mucho menos si ese ser humano es la persona que hemos decidido que nos acompañe en nuestro día a día. 

Por último deciros que este relato en principio iba a ser algo  corto e impactante, pero según escribía me he dado cuenta de que todas las Silvias del mundo se merecen algo mejor que unas pocas líneas en un blog desconocido y poco a poco, casi sin darme cuenta, el relato ha empezado a crecer y volverse más complejo. Por eso voy a ir publicando la historia de Silvia y María por capítulos durante las próximas semanas.

Espero de corazón que os guste y desde aquí les mando todo mi apoyo a todas las víctimas de la violencia. ¡Sed fuertes y no dejéis que os hagan creer lo contrario!

                   
Cuando la puerta de la entrada chirrió, María se sobresaltó y sintió a su madre tensarse y abrazarla con más fuerza tras ella. Ambas cerraron los ojos mientras los pasos inciertos de quien se encuentra embargado por el alcohol se acercaban a la habitación cerrada que se había convertido en su refugio. Silvia sintió las lágrimas en los ojos, pero contuvo las ganas de gritar y miró a la pequeña que se acurrucaba temblorosa junto a ella. Debía ser fuerte. Escucharon los torpes intentos de su pesadilla intentando abrir sin éxito la puerta cerrada y Silvia agradeció haber instalado aquel cerrojo de seguridad. Pronto se oyeron las primeras maldiciones seguidas de los golpes contra la pared. María comenzó a sollozar en silencio y Silvia se maldijo a sí misma por no ser más valiente. Si fuese una mujer valiente, su hija no tendría que sollozar en una habitación mientras su padre gritaba en el exterior; si fuese una mujer valiente, se levantaría y se enfrentaría contra el hombre que había convertido sus vidas en una pesadilla. Sin embargo, el recuerdo de su último enfrentamiento la hacía ser prudente.
—¡SAL DE AHÍ PUTA! ¿ACASO NO VES QUE HE LLEGADO A CASA Y QUE QUIERO QUE MI MUJER SALGA A SALUDAR?
Silvia se encogió. Los fines de semana la situación se volvía insostenible. Marc siempre volvía borracho los viernes y el alcohol provocaba que sus ganas de pelea aumentasen, así que después de varias palizas había decidido montar aquel refugio en la habitación de su hija. Pronto la voz de Marc se volvió más suave y eso la puso los pelos de punta porque ella sabía que aquel era el punto más peligroso.
—Venga, amor, sal a verme. Llevo un día muy duro en el trabajo y me vendría bien que me calmases.
Silencio. Silvia se mantuvo callada y apretó a su hija contra su pecho mientras intentaba tapar sus oídos.
—Sabes que si no sales ahora la cosa irá a peor, Silvia. Créeme cuando te digo que me estoy cansando de tus juegos.
Las manos volvieron a forzar el picaporte de la puerta mientras el cuerpo tambaleante empujaba con fuerza al otro lado en un intento de acceder a la habitación. Silvia pudo escuchar el gruñido de su marido al darse cuenta de que la puerta no iba a ceder.
—Muy bien, cariño, tú lo has querido —dijo la voz al otro lado—. En algún momento tendréis que salir de ahí y lo sabes.
Escuchó los pasos alejarse a través del salón y sintió como algo en su interior se rompía. No pudo evitar llorar mientras pensaba en la pesadilla en la que se había convertido su vida. No podía seguir así. Su pequeña no se merecía vivir aquella mierda. Tenía que marcharse. Entonces, con la seguridad de quien ha sufrido lo indecible, Silvia supo que aquella sería su última noche en aquella casa de los horrores.


                  
El amanecer las descubrió todavía acurrucadas. Silvia no había pegado ojo en toda la noche, temerosa de que aquel animal rabioso que vivía con ellas aprovechase la noche para volver a por ellas. Miró por la ventana de la pequeña habitación y la ciudad bañada por los rayos del sol otoñal la hizo sentir en paz, como si el mundo entero apoyase lo que iba a hacer. Respiró hondo mientras observaba el rostro pálido de su hija y su decisión se afianzó. La sacaría de allí.
Mientras su hija dormía tranquila, ella preparó una pequeña mochila con algo de ropa por si acaso lo necesitaba. Cuando estuvo lista abrió con cuidado la puerta que las había mantenido a salvo durante los últimos meses y se asomó con cautela para verificar que Marc no se había quedado en el sofá a dormir. Sin embargo, sus ronquidos sonaban lejanos. Seguramente había cerrado la puerta de su habitación antes de acostarse. Salió del cuarto procurando no hacer ruido con sus pies desnudos y fue a la cocina. Hacía un año que había empezado a guardar dinero en un tarro de la cocina para posibles imprevistos y ahora iba a hacer buen uso de las limosnas que su marido había dejado en sus manos. Abrió el armario donde guardaba las ollas, y se paralizó al oír el chirrido de las bisagras. Permaneció quieta y aterrorizada mientras escuchaba, pero los ronquidos de Marc se mantenían. La resaca jugaba a su favor.
Con el frasco lleno de dinero en su mano y la sensación de tener la libertad en la punta de los dedos, Silvia volvió junto a su hija. Metió el tarro en la mochila y se la colgó a la espalda antes de coger en brazos a la pequeña. María abrió los ojos y miró a su madre sin entender, pero el gesto de su madre fue suficiente para que la pequeña se mantuviese en silencio mientras atravesaban juntas el salón y abrían con cuidado la puerta principal del que había sido su hogar.
El aire de la ciudad era frío, pero Silvia lo agradeció mientras caminaba deprisa por las aceras vacías de su barrio. Sabía perfectamente dónde debían ir y también sabía que debían hacerlo rápido, antes de que Marc se levantase y decidiera ir a por ellas.
El edificio gris de la policía apareció pronto ante sus ojos y Silvia no pudo evitar sonreír consciente de que estaba a un paso de poner fin a aquella situación que ella había consentido durante dos años por miedo. Ahora la rabia era más fuerte que ese miedo y ella lo sabía.
                  
Dos agentes con aspecto aburrido custodiaban el acceso al edificio, pero Silvia no se amedrentó y siguió andando hasta estar a su lado. Los dos agentes la miraron sorprendidos y por primera vez fue consciente de que su aspecto no debía de ser el mejor. Llevaba varios días sin dormir y los golpes de la última paliza debían de estar aún presentes en su rostro, además, no había tenido tiempo de cambiarse el pijama ni de peinarse un poco. Sonrió con tristeza.
—Quiero denunciar a mi marido.
Notó la voz más áspera de lo que acostumbraba, pero se alegró de haber sido capaz de hablar. Uno de los agentes, el más joven, se le acercó con una sonrisa tranquilizadora mientras el otro abría las puertas.
—Pasad. Ahora estáis a salvo.
Por primera vez en mucho tiempo, Silvia sintió brotar de sus ojos lágrimas de alegría, no las lágrimas amargas del miedo o el dolor, sino aquellas que aligeraban su alma con la promesa de una posible felicidad.
—Si quieres nos podemos llevar a la pequeña para que coma algo.

Asintió agradecida, incapaz de hablar debido al nudo que tenía en la garganta. Una mujer acudió desde el interior y las sonrió mientras cogía a María de entre sus brazos. En ese momento, Silvia sintió todo el cansancio acumulado y entró al edificio como un maratoniano llega a la línea de meta: agotada, pero feliz.


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