jueves, 23 de febrero de 2012

El chico del andén 8.

 © Tamara Díaz
(Reservados todos los derechos)


Estaba tan ensimismada con la lectura que olvidó que el tren había llegado a su parada. Al oír el pitido de las puertas, que avisaba a los rezagados de que el tren se disponía a partir de nuevo, ella se lanzó al exterior, recibiendo varios empujones y maldiciones al tiempo que sus zapatillas de deporte tocaban el suelo abruptamente. Se recolocó el abrigo y se aseguró de que no le faltaba nada de importancia. El abono transporte y el móvil seguían a salvo en el bolsillo interior, en su mano el ebook, silencioso culpable de su despiste, y en el hombro izquierdo el maltrecho bolso que había visto épocas mejores.
Con un suspiro mezcla de alivio y resignación, miró el reloj y maldijo en silencio su mala suerte: el siguiente tren saldría en menos de un minuto. Corrió como una exhalación hacia las escaleras mecánicas de la estación que, para no variar, habían decidido averiarse justo cuando más prisa tenía y menos necesitaba todas esas personas apretujándose y subiendo como si fuesen viejos artríticos. Un codazo en las costillas le recordó porqué odiaba Madrid, mejor dicho: porqué odiaba el transporte público de Madrid. Siguió corriendo, bufando de vez en cuando ante aquellos pasajeros que habían decidido subir lentamente las escaleras. Cinco andenes más allá, el letrero luminoso anunciaba que el tren iba a efectuar su parada en la estación. Mierda, mierda, mierda pensó ella rindiéndose ante la evidencia de que iba a llegar tarde al trabajo por tercer día consecutivo. Mientras andaba por la pasarela central que servía para comunicar unos andenes con otros, vio cómo el tren que debía coger emprendía la marcha, con una lentitud angustiosa, como si se estuviese riendo de ella.
Con pasos calmados, sabiendo que ahora debería esperar siete o nueve minutos para coger el siguiente tren, abrió el ebook y volvió a enfrascarse en su lectura, evitando a los demás viajeros con la seguridad de quien ha crecido haciéndolo. Las escaleras mecánicas que llevaban al anden sí funcionaban en esta ocasión y ella no pudo reprimir una sonrisa sarcástica antes de volver a sumirse en la lectura. Príncipes, princesas, dragones, elfos, enanos… amores imposibles… Su vida giraba en torno a ellos, aunque hubiese preferido que alguno de esos apuestos y valerosos príncipes que plagaban las hojas de los libros que devoraba se dignase a salir del mundo de fantasía en el que se encontraba y acudiese a su encuentro. Sonrió al pensar lo idiota que sonaba eso y, despistada por los pensamientos, no pudo evitar chocarse de frente con alguien. El libro cayó al suelo y ella se agachó rápidamente para recuperarlo, pero alguien se había adelantado y sus manos se encontraron unos segundos antes que sus ojos.
Lo primero que pensó ella fue que aquellos ojos se merecían un libro completo para ellos. Grandes, almendrados y de un hermoso color verdoso, parecían sonreír y te invitaban a compartir la sonrisa.
-    Perdona, estaba despistada…
-    No te preocupes, yo tampoco miraba mucho por dónde iba. – contestó el chico de los ojos bonitos, sonriéndola con unos labios más bonitos si cabe. – Veo que eres una adicta.
-    ¿Perdón? – no podía pensar con claridad y se sentía sumamente estúpida mientras miraba a aquel chico que, por casualidades de la vida, se había estrellado con ella justo cuando estaba pensando en lo emocionante que sería que uno de los príncipes de sus libros acudiese a su encuentro.
-    La lectura. – explicó él al mismo tiempo que alzaba un libro ante  ella. – Yo también estaba enfrascado en el libro. – sonrió de nuevo y ella no pudo evitar reír ante la coincidencia. – Me llamo David, por cierto.
-    Mara. – susurró ella mientras le tendía la mano y enrojecía ante el tacto de la de él. – Encantada de conocerte.
-    Igualmente.
Fueron unos segundos, pero a Mara le parecieron horas. El trajín de la gente a su alrededor desapareció mientras ellos se daban la mano, dos extraños que habían chocado por casualidad en el andén 8 de la estación de Atocha mientras ambos caminaban absortos en sus respectivos libros. No pudieron reprimir una sonrisa cómplice antes de separar las manos y separarse ellos mismos. No hubo cambio de teléfonos, ni de Facebook o Tuenti… porque sabían que en algún momento sus caminos volverían a cruzarse o quizás nunca volviesen a verse, pero ese momento, esos instantes mágicos, quedarían guardados en su memoria durante el resto de sus vidas.



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