Cuando me siento frente al papel o al ordenador para empezar a escribir una historia, el papel deja de ser un instrumento inanimado y se convierte en un mundo lleno de seres que solo pueden existir en la mente de un demente o de un escritor. El aire de mi habitación deja de resultarme familiar y pesado, una bresca brisa acude desde el mar o la montaña trayendome el olor de flores que jamás he visto ni olido; el brillante sol del verano toledano se oculta entre densas nieblas y el canto de los pájaros es sustituido por el triste ulular de los búhos. Ya no me encuentro sola en mi cueva de sueños imposibles, hay cientos de personas a mi lado, paseando por delante de mis ojos o moviéndose en torno a mi persona...les oigo quejarse de su destino, susurrar palabras de amor, desear un cambio o murmurar amenazas.
Cuando me siento y empiezo a escribir, las palabras se convierten en paisajes, recuerdos y vivencias que, aunque nunca he vivido, siento que forman parte de mi corazón y de mi alma. Solamente escribiendo puedo sentir que soy yo misma, que estoy en paz con este mundo en el que me ha tocado vivir. Solamente cuando miro mis creaciones siento que algo encaja en este puzzle que es mi vida, porque me siento completa y, al mismo tiempo, vacia.
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